martes, 10 de abril de 2012

Este es nuestro código como liberales

Las grandes cuestiones teóricas y prácticas que la Humanidad ha sabido afrontar con cierto éxito a lo largo de los siglos se han ido estructurando en unas doctrinas que los liberales –en el sentido español y europeo del término– hoy creemos a pies juntillas.
En el siglo XIX se sintetizaron en una tríada famosa: Libertad, Igualdad, Propiedad.
Libertad, obviamente, individual, porque no hay otra.
Los liberales no creemos en esas fantasías tribales de «la libertad de los pueblos» ni en los «derechos colectivos», arrendados siempre a un déspota que los gestiona indefinidamente, llámese Lenin, Stalin, Hitler o Fidel Castro, sino en la protección del individuo frente los abusos de los poderosos, sean del género maleante, mafioso o monopolista, sean del género despótico que habitualmente producen el Estado, el Gobierno y la Administración a través de cualquier tipejo provisto de un cargo público, un mandato electoral o un galón cualquiera. O dicho de otra manera, no aceptamos que nada ni nadie se alce sobre los derechos de la persona. No admitimos que un pueblo, una lengua o un destino colectivo, por utópico que se muestre, pueda tener más derechos que un ciudadano. No consentimos que ninguna ideología recorte la libertad individual o establezca diferencias entre las personas. Defendemos, pues que todos los hombres somos iguales independientemente de su sexo, raza, religión, lengua o ideología.
Como algunas religiones, singularmente la cristiana que está en los orígenes de las instituciones de libertad desarrolladas en Europa y América a lo largo de los siglos, los liberales creemos en la dignidad del ser humano, uno por uno, pero sabemos también por secular experiencia que la naturaleza humana puede ser inhumana, que lo propio de nuestra especie es abusar del Poder cuando lo tiene, sobre todo cuando tiene mucho, de ahí que nuestro principio básico es el de proteger la libertad personal.
Igualdad ante la ley, precisamente porque los liberales no somos anarquistas y propugnamos la necesidad del Estado, pero con límites precisos y siempre dentro de una legalidad cuya raíz moral e intemporal encuentran muchos en el Derecho Natural y el Derecho de Gentes y cuyas normas –entendemos nosotros– deben estar al alcance de todos y a todos servir por igual. Igualdad ante la ley, sí, porque los liberales aceptamos que los humanos somos distintos, radicalmente desiguales, pero con el mismo derecho a «la búsqueda de la felicidad», es decir, a labrar nuestro propio destino sin que otros lo decidan por nosotros. Por eso entendemos que la Ley, respaldada por una fuerza proporcionada y legítima, debería ser el ámbito natural de las relaciones humanas civilizadas. Y que cuando las circunstancias requieran el uso de la violencia o incluso de la guerra contra los que quieren atropellar la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos, hasta el uso de la fuerza debe estar siempre bajo la Ley.
Esto no quiere decir, obviamente, que cualquier ley sea aceptable para un liberal, antes al contrario: debe rechazarse y combatirse, a ser posible de forma pacífica, cuando de forma inmoral o ilegítima promueve, protege o favorece la tiranía y la opresión. singularmente en la guerra contra el terrorismo– que hoy debe afrontar el mundo. Lo que queda claro es que no hay ley por encima de la moral, o lo que es lo mismo: que el sentido moral no puede estar ausente de la legalidad y de la fuerza en que se sustenta. Los liberales no creemos que las leyes estén bien en sí o bien para siempre, puesto que entendemos la falibilidad esencial del ser humano y el carácter de prueba de la idea ante la realidad que reviste cualquier fórmula legal, pero sí que lo propio del ser humano es tener derechos, y que eso, desde Roma, equivale a tener Derecho y buscar el continuo perfeccionamiento de la ley en su aplicación a los hechos concretos que la motivan. Y también creemos que un régimen político es inaceptable si admite, tolera o acepta la existencia de poderes fácticos, personales o institucionales, por encima de la propia Ley.
Y la Propiedad. Ésta es sin duda la institución más importante e intelectualmente distintiva del liberalismo con respecto a otras ideas de la derecha y todas las de la izquierda. La propiedad algo indisociable de la propia libertad del ser humano, que podría entenderse
en principio como el derecho de propiedad del individuo sobre sí mismo. Es indudable que la gran crisis de la civilización liberal durante el siglo XX, lo que le llevó prácticamente a la aniquilación ante el totalitarismo comunista y su émulo nazi, proviene de la crisis de la idea de propiedad en aquellos estamentos políticos, religiosos e intelectuales que debían defenderla. La idolatría del Estado que es característica de todos los socialismos premodernos, modernos o posmodernos impone renunciar, desde el principio, a la propiedad individual o a la propiedad sin más. Y los efectos morales de esa renuncia han sido y son incalculables, aunque sus efectos están bien a la vista: cien millones de personas asesinadas y millones de muertos de hambre es el balance del comunismo, sin duda la fórmula intelectual que más ha cautivado y aún cautiva a los intelectuales, artistas, profesores, periodistas, mistagogos y demagogos de nuestro tiempo. Que no parecen dispuestos a escarmentar en cabeza ajena, tal vez porque no suelen arriesgar la propia.
Y el comunismo es, por principio, la negación de la propiedad. Conviene no olvidarlo. La crisis de la idea de propiedad ha sido y es una crisis de orden intelectual y moral que hoy se promueve desde los estamentos más protegidos de las sociedades liberal-capitalistas, de los funcionarios de la Educación Pública a los gestores de la Seguridad Social, sostenidos todos por las aportaciones de la propiedad privada de los ciudadanos a través de los impuestos. Y sin olvidar a los periodistas, intelectuales y artistas instalados en los medios públicos de comunicación y buena parte de los privados, cuya fervorosa búsqueda de dinero, popularidad y comodidades materiales coexiste con un fervorín retórico que desprecia el obtenerlas. Los millonarios de la telebasura suelen ser de izquierdas, tanto más radicales cuanto más y más rápido se hayan hecho millonarios. En vez de la limosna que antaño daban por piedad o cautela los ricos y los que no lo eran, los que tenían y tenían menos, pero siempre más que alguno, ahora reina el espectáculo de una especie de socialismo universal intransitivo. Se impone la Barbie Solidaria.
Esta dichosa solidaridad que a fuerza de manoseada y repetida empieza a no significar nada, o por lo menos nada bueno, es la legítima heredera conceptual de aquella fraternidad con que los jacobinos guillotinaron el concepto de Propiedad y descarriaron a buena parte del liberalismo europeo por las trochas del colectivismo y abrieron las grandes alamedas del terrorismo de Estado, desde Robespierre a Pol Pot. Hoy es una gigantesca multinacional de la palabrería que usa y abusa de la imaginería tercermundista, un timo de la razón a cuenta de los sentimientos que suele acabar financiándose a costa del Estado, es decir, de la propiedad de todos cuando ya no pueden defenderla. Pero su raíz está en esa crisis de la idea de propiedad que está en el origen de todos los complejos de todas las derechas. Es un sarcasmo intolerable que cuando los miles de millones de «pobres del mundo» que buscan en la propiedad y en la seguridad legal de conservarla su modo de acercarse al bienestar de las sociedades que con ella como piedra angular más han prosperado, se les predique precisamente desde esas sociedades que renuncien a lo que tanto anhelan. Ni en las fantasías más tronadas de los revolucionarios del siglo XIX puede encontrarse un ejemplo más desvergonzado de extravío de los pobres a manos de los ricos, de engaño de los ignorantes por los listos. Y es que conviene recordar que los intelectuales como gremio han sido y son los enemigos más activos e implacables de la derecha liberal.
J.L.

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