Me gusta el sol de invierno tras los cristales. Ese tibio sol que te acaricia y te lame, pero que no te aplasta cual masajista nubio que pone sus zancajos en tus espaldas y tu has de soportar sus 100 kilos
Ese sol de miel ha regido muchos avatares de mi vida en forma de fugas.
De niño salía al corral a una solana encementada. Tendía una manta y poco a poco mi cuerpo resucitaba tras una noche, aterido por el frío, y que ni el ladrillo sacado del horno de aquellas cocinas antiguas lograba mitigar.
Fue una infancia de fríos, de charcos y barros por las calles de mi pueblo que sólo un invento gozoso “la gloria” dio un parecido a lo que hoy considero esencial: casa con ventanales que miren al sur.
Cuando compré mi primera casa, tal vez al azar, acerté de pleno. Riadas de haces de luz entraban y calentaban aquel parquet y aquella moqueta. Y el calor humano apareció de súbito.
Nos trasladamos a otra casa más nueva y más grande con una calefacción individual que no podía con la orientación y de nuevo la glaciación y la penumbra.
Tenía ganas de fugarme de aquella casa y hoy no sé si mi divorcio no me lo dicto esa carencia de sol melaza.
Hoy cumplo 61 años. Acabo de llegar del gimnasio y desnudo estoy tumbado en mi cama. Los rayos entran y la riegan a toda ella como el perfume riega a la piel.
Y siento que este calorcillo me alimenta como la ambrosía lo hacía con los dioses.
¡Qué placer de dioses es tener una casa así!
Me ha encantado este artículo tan poético
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